Un Vía Crucis para los padres
El sol adelantó una hora su aparición en el horizonte. Mañana fría, nublada a la medianía. Anunciaba la cercanía del fin o, tal vez, del principio, de un renovado, distinto, doloroso, penoso calvario
Toluca – J. Israel Martínez
Cada uno vivió su propio Domingo de Resurrección. Mauricio Antonio Gebara Rahal, Lizzette Farah Farah así como las hermanas Erika y Martha Casimiro Cesareo seguirán bajo investigación pero lo harán en libertad. Cada uno a su propio modo, mostrando las heridas de su respectivo Vía Crucis, abandonaron el Hotel Antigua, sede de arraigos de la procuraduría mexiquense en Toluca.
Todo estalló la tarde del sábado. Un rumor elevado a rango de noticia recorrió todos los portales de internet: La supuesta detención de quien se señala como amiga de Lizzette Farah, Amanda de
La confirmación de una incursión infructuosa en tierras veracruzanas apuntaba a ser la nota del día, la que impedía que el caso se perdiera con la tradición vacacional de Semana Santa.
Llegó el anuncio de un comunicado oficial de la procuraduría mexiquense, se esperaba el desmentido, nada más erróneo. El boletín informó sobre la solicitud de la dependencia para levantar un efímero arraigo de apenas seis días. Ambiguo, sin detalles, indefinido, el documento abrió el espacio a más especulaciones.
La maltrecha fachada estilo colonial del Hotel Antigua -burla del destino, ubicado a media cuadra de un kinder- se vio asaltada por fotógrafos y reporteros, ansiosos cazadores de una imagen, de una declaración de una mueca, de una expresión, de la nota del momento.
No ocurrió.
El anuncio generó la visita de los familiares que; sin embargo, sabían que no ocurriría esa noche. La libertad debía esperar.
La noche avanzó, las cámaras y micrófonos se esfumaron entre las sombras. En el anonimato de la oscuridad, de los vehículos genéricos que circulan a vuelta de rueda sobre la avenida Hidalgo, una voz solitaria, una mujer, la queja común de una sociedad que ha juzgado y sentenciado sin más pruebas que la conciencia social hecha personal: “pinche vieja asesina” un nuevo grito que exige una, quizás, “moderna crucifixión”; como aquella famosa, sin evidencias, con la sola presunción de culpabilidad.
A las 4:00 de la mañana no hubo más qué esperar. En la oscuridad, el metálico sonido del cerrojazo se adelantó al aviso: “Nadie entra ni sale, hasta las 8:00”. Y así fue.
El sol adelantó una hora su aparición en el horizonte. Mañana fría, nublada a la medianía. Anunciaba la cercanía del fin o, tal vez, del principio, de un renovado, distinto, doloroso, penoso calvario.
El cerrojo corrió de nuevo, ahora bajo la luz del día. Reaparecieron las lentes y los micrófonos, con ellos también el pesado tránsito. Anticipo inequívoco de un espectáculo digno del circo romano. Leones de chips, lentes y transistores que agrupaban la manada para el feroz ataque, expectantes de que la primera presa apareciera en la arena… y lo hizo.
A las 10:05, en un Honda Civic color blanco llegaron los primeros centinelas con la única misión de ayudar en el escape. Recibieron los embates de la manada. Sólo 10 minutos después apareció uno de ellos para dar la cara, para pedir respeto y comprensión al dolor de un padre cuya hija le ha sido arrebatada para siempre, sin saber cómo o por qué o por quién.
El normalmente agresivo embate bajó su intensidad pero no dejó de ocurrir. Flashes y carreras, tras un hombre afligido, pálido, deseoso de salir de ahí pero que nunca buscó ocultarse, sólo salir, simplemente salir de ahí; Mauricio era libre pero ¿libre para qué?
A las 11:00 el preludio a la siguiente salida. Una mediáticamente más interesante, más atractiva, más ¿morbosa? En una Lincoln Navigator aparecen dos nuevos guardias.
Ella entra al recinto de resguardo. Él espera afuera. Ella cruza el umbral cargando una pesada maleta deportiva roja y pide: “ayúdame a cuidarla”. Él la sigue decidido. Lizzette aparece en el umbral de la puerta metálica con el rostro cubierto hasta la nariz, atraviesa a rajatabla: empujones, jaloneos, gritos, cuestionamientos, dudas. No hubo respuestas, sólo una rápida, furiosa y violenta huída. Nada más.
Aún faltaban dos. Y su turno llegaría a las 11:40. Nuevamente dos custodios. Salvador Cuevas entró y salió con una bolsa de ropa, en un segundo ingreso sorprendió con un cargamento similar. Después, la aparición de dos mujeres que se cubrieron por completo, Erika y Martha huyeron hasta un Crown Victoria americano color dorado. Se enconcharon en el asiento trasero y no volvieron a alzar el rostro.
Avanzaron perseguidas ferozmente por el grupo que les dio alcance media cuadra después en una luz roja que les obligó al alto total. Con los vidrios abajo, su representante legal no tuvo más posibilidad que atajar los embates.
“No regresarán a trabajar con la familia”, “ya están libres”, “-vamos a su casa -¿de qué municipio son? -De Villa del Carbón”, “Hay otros implicados” un diálogo breve que apenas fue cortado por el nuevo avance del vehículo.
Terminaron seis días de aislamiento, de soledad, de desesperación, de agresiones anónimas. Fueron liberados más no exonerados. Seguirán las investigaciones, las pesquisas, los ataques, las agresiones, los descontentos, los juicios y los prejuicios, con la salvedad de que ahora podrán enfrentarlos de frente y en libertad.
La historia aún no está finalizada. Eso dice la procuraduría. Resta mucho por analizar, por investigar, por probar y comprobar. Queda el sentimiento en el imaginario colectivo: rabia, ira, odio, rencor por la muerte inexplicable de una menor, de una niña que necesitaba cuidados especiales y que, sin saber los motivos o los culpables, ya no está.
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J. Israel Martínez Macedo